La república como estructura, no como discurso

Desde que Javier Milei asumió la presidencia muchas voces cuestionan sus credenciales republicanas. Lo hacen incluso quienes apoyan al gobierno en términos generales. Le reconocen audacia y pericia -sobre todo en el plano económico-, pero advierten sobre supuestos avasallamientos institucionales. Son críticas que se repiten sin reflexión y, sobre todo, sin observar la realidad ante nuestros ojos.

Philip Pettit, uno de los principales teóricos contemporáneos del republicanismo, sostiene que una república existe cuando sus ciudadanos no están sujetos a la voluntad arbitraria de otros. Esto solo es posible bajo un sistema de leyes generales que limiten al poder. El corazón del programa de Milei es devolver a la Argentina un orden legal estable que no dependa del capricho de funcionarios ni de la extorsión de grupos de interés.

Durante años, el país fue gobernado bajo una lógica de excepción permanente: subsidios discrecionales, parches normativos, privilegios sectoriales y un caos regulatorio que beneficiaba a los más cercanos al poder. Para los gobiernos anteriores, gobernar significaba repartir favores. Para este gobierno, gobernar es desarmar el régimen de privilegios y una burocracia que se construyó en contra de los intereses de la ciudadanía, como demuestra el trabajo llevado adelante desde el Ministerio de Desregulación. Esta es una de las bases fundamentales del republicanismo.

El republicanismo clásico se funda en principios claros: la libertad como no-dominación, el imperio de la ley, la división del poder y la virtud cívica. Desde Cicerón hasta Hannah Arendt, pasando por los federalistas norteamericanos, los republicanos han compartido una preocupación común: cómo evitar que el poder se convierta en arbitrariedad.

En esa tradición se inscribe el proyecto del actual gobierno. Contra lo que muchos críticos repiten, este no es un gobierno autoritario, sino profundamente republicano: se toma en serio la tarea de reconstruir una república degradada por décadas de populismo, patrimonialismo, feudalismo provincial y corporativismo.

La división de poderes también se respeta. Como enseñaron Montesquieu y Madison, solo cuando el poder controla al poder podemos evitar el despotismo. En estos meses hemos visto a Milei respetar los fallos de la justicia, incluso cuando fueron adversos a sus decretos -como ocurrió con la ley de educación esencial y el capítulo fiscal y como está ocurriendo ahora con el INTI-. El Congreso debate con libertad y el gobierno no lo convierte en una mera oficina anexa al Ejecutivo. Hay política confrontativa, pero institucional. Algunos lo llaman “aislamiento”, pero es republicanismo: no hay cooptación, no hay cajas para socios.

Los republicanos, desde los antiguos hasta los contemporáneos, afirman que una república no se sostiene solo con normas: necesita virtud cívica. La corrupción no es únicamente un delito: es destrucción del tejido republicano. Por eso resulta significativo el cierre de agencias estatales que funcionaban como nidos de acomodos y desviación de los fondos públicos.

La independencia del Banco Central y el fin del financiamiento del Tesoro mediante emisión monetaria constituyen prácticas republicanas. Consagran el respeto por el principio de no manipular la moneda con fines políticos.

Se eliminaron ministerios innecesarios y organismos duplicados. Hubo un recorte de privilegios políticos, desde vuelos hasta contratos y cargos. Esto define a un gobierno republicano: uno que se reduce, se ordena y da el ejemplo.

Mientras el kirchnerismo hizo un uso político-partidario de lo público y construyó una narrativa que igualaba lo público a lo gratuito, el gobierno de Milei restableció un orden en el que lo público es aquello que financiamos entre todos y que, justamente por eso, debe ser bien administrado y distribuido con responsabilidad.

También puede interpretarse como una acción republicana el modo en que se restableció el orden en las calles, frente a la habitual privatización del espacio público por parte de grupos piqueteros, organizaciones sociales y partidos de izquierda. Este gobierno, al recuperar la calle, recupera algo que nos pertenece a todos. Desde una perspectiva republicana, la idea se sostiene: el espacio público no le pertenece a ningún sector ni puede ser apropiado por intereses particulares; debe mantenerse abierto, accesible y ordenado para toda la ciudadanía. En este sentido, las medidas adoptadas por el gobierno actual no son una ruptura, sino una recuperación de principios republicanos que forman parte de nuestra propia tradición política.

Los argentinos tenemos nuestra propia tradición republicana. Juan Bautista Alberdi sostenía que el país necesitaba un gobierno limitado, con leyes generales, sin privilegios. Esas bases -libertad individual, igualdad ante la ley, estímulo al mérito- son más actuales que nunca.

Sarmiento defendía la educación como sostén de la república. Decía que una república sin educación era una ficción. Milei declaró la educación como servicio esencial: sin escuelas abiertas todos los días, no hay ciudadanía posible.

El populismo dominó demasiado tiempo la política argentina. Desarmó instituciones y usó el Estado como aparato de dominación. Confundió Estado con partido político, mayoría con unanimidad, gobierno con salvación y poder con carisma. Bajo ese paradigma atacó de frente a instituciones republicanas, como el Consejo de la Magistratura.

Milei rompe con esa lógica; gobierna para ordenar. Para reconstruir una república entiende que debe haber una economía saneada, un Estado funcional e instituciones efectivas. No hay épica vacía: hay reformas profundas. No hay clientelismo: hay desregulación.

No se construye una república sólida en un año y medio, pero se empezó correctamente, con austeridad, firmeza y rumbo claro. Este gobierno redujo la inflación, ordenó las cuentas y recortó privilegios.

Este es un gobierno con convicciones republicanas: libertad individual, igualdad ante la ley, respeto por la Constitución, límites al poder, cultura del esfuerzo.

El republicanismo también se viene defendiendo en el terreno internacional: el mundo libre volvió a ver a la Argentina como un país serio. El apoyo a Israel, Ucrania y las democracias liberales nos posiciona en defensa de la república, al mismo tiempo que nos aleja de gobiernos autocráticos como Venezuela, Cuba e Irán.

Quedan desafíos pendientes para consolidar esta arquitectura institucional. El Congreso debe estar a la altura de sancionar una ley de presupuesto para 2026 que no rompa el orden fiscal, que ya demostró su efectividad al bajar la inflación y la pobreza. Por otro lado, la Argentina sigue sin Defensor del Pueblo designado por el Congreso, una figura que bien utilizada puede ser clave en la defensa ciudadana. La Auditoría General necesita reformas. La Ley de Ficha Limpia fue rechazada por el Senado y debe presentarse nuevamente.

Una república se construye, se sostiene y se defiende. El gobierno de Milei ha dado pasos firmes: viene desarmando privilegios, reduciendo arbitrariedades, rompiendo corporativismos y acuerdos que beneficiaban a unos pocos. Queda muchísimo por hacer, no podría ser de otra forma, teniendo en cuenta que el presidente está en el cargo desde hace poco más de un año y medio, función que asumió con una economía que estaba en terapia intensiva. Por eso el desafío es completar esa arquitectura con los consensos institucionales que faltan y esto se logrará venciendo a quienes durante décadas atentaron contra la república.

La paradoja es evidente: quienes acusan al gobierno de antirrepublicano son, muchas veces, los mismos que durante décadas avalaron el desmantelamiento sistemático de las instituciones. Son muchos los que se mantuvieron callados frente al gobierno anterior que, enamorado de una cuarentena eterna, violó los derechos humanos de los argentinos como no había sucedido desde la recuperación democrática. Por eso no hay lugar para dejarse psicopatear. Hoy, cuando finalmente un gobierno se toma en serio la tarea de reconstruir el orden republicano, lo tildan de autoritario. Pero no van a tener éxito, se les nota demasiado su desesperación: son la resistencia natural de un sistema de privilegios que ve amenazada su supervivencia.

Historiadora y diputada nacional

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