La crónica cotidiana nos ofrece fragmentos de una sociedad astillada. No se trata solo de la megaviolencia delictiva y de la amenaza permanente del crimen organizado. Hay una microviolencia que late alrededor de nosotros y que tiende a debilitar el sistema de convivencia de un modo que a veces parece imperceptible.
Un día nos enteramos de que una pareja le pega con un palo de golf a una mujer que, aparentemente, estaba en un lugar indebido en un club privado de Pinamar. El mismo día leemos que un encumbrado legislador manda literalmente “a cagar” a través de un tuit a los dirigentes de una entidad empresaria con la que tiene desacuerdos. Una escritora, cuya novela ha generado polémica por su cuestionable incorporación como lectura escolar, denuncia que sufrió una avalancha de amenazas, no solo contra ella sino también contra sus hijos. Son noticias, aparentemente inconexas, de la última semana. Pero ¿no serán, sin embargo, los síntomas de una descomposición más profunda en el tejido social? ¿No nos hablan de una época teñida de intolerancia y virulencia? Todos escuchamos con penosa frecuencia relatos inconcebibles de una suerte de salvajismo que degrada la convivencia: agresiones a maestros o profesores en las escuelas; ataques por incidentes de tránsito; insultos y golpes en las guardias de los hospitales; prepotencia en el uso del espacio público; enfrentamientos dentro o fuera de los estadios de fútbol; amenazas a árbitros o directores técnicos en el deporte infantil; linchamientos digitales; vandalismo urbano y hasta burdos cruces de agravios en recintos judiciales o parlamentarios. La enumeración es tan diversa como infinita. Muchos parecen desbordes individuales o de pequeños grupos, pero tal vez sean las expresiones de una sociedad que ha extraviado las nociones básicas del respeto y la tolerancia, y que ve la corrección del lenguaje, la cortesía y la cordialidad como meras cuestiones “de forma”; algo secundario, superficial, acartonado y demodé.
Sería temerario, por supuesto, proyectar como un fenómeno social los desvíos y las inconductas de uno o varios individuos, así como atribuir conexiones o causalidades entre circunstancias generales y comportamientos particulares. Pero también implicaría cierta ligereza no reparar en el contexto en el que se producen hechos como el del golf de Pinamar. ¿Somos una sociedad que tiende a naturalizar la hostilidad y la prepotencia en nuestra vida cotidiana? ¿Impera una atmósfera en la que la agresión y el insulto se sienten legitimados? ¿Se debilitó el diálogo en beneficio del atropello y la bravuconada? ¿Los discursos de odio que circulan por las redes permean en la “vida real” y contaminan los vínculos y las relaciones comunitarias? Son preguntas que se imponen a partir de la simple observación de lo que sucede en nuestro propio entorno.
Es verdad que, así como vemos cierto despliegue de hostilidad e intolerancia, podríamos hacer un inventario de actitudes solidarias y altruistas que muchas veces nos reconfortan. Pero ¿qué es lo que más ha avanzado? ¿cuáles son las actitudes y el tono que tienden a configurarse como el rasgo de una época? Hace apenas unos años hubiera sido impensable que en la guardia de un hospital se vieran obligados a incorporar personal de seguridad; hoy eso resulta habitual. Hasta hace muy poco tiempo, en los estadios de fútbol convivían las hinchadas del local y el visitante; hoy nos hemos resignado a que eso implique un “alto riesgo”. El retroceso en los códigos de convivencia parece un dato evidente.
Hay que observar lo que ocurre en las redes sociales y en el propio discurso público para advertir el avance de un patoterismo que excede el plano de la retórica y la virtualidad. En esos ecosistemas se considera “auténtico” reaccionar con exabruptos verbales y dejarse llevar por una agresividad impulsiva, como si contener o “reprimir” (valga la mala palabra) la propia cólera fuera un acto de hipocresía, una “careta”.
La malversación del concepto de autenticidad hace juego con una exaltación de los extremos y de dogmas irreductibles. Implica un desprecio por la tibieza y por los grises que se traduce en un clima de extrema polarización y de falta de consideración hacia el otro, hacia sus puntos de vista, sus modos de entender y de hacer.
Núcleos militantes del nuevo oficialismo han inventado una jerga que incluye exóticos neologismos, como “mandrilandia”. Alude al mundo de los mandriles, los primates que exhiben en su dorso un rasgo físico que, en el entendimiento vulgar, suele asimilarse al abuso y el sometimiento. “Mandrilandia” remite, entonces, a la idea de humillar al otro; de “domarlo”, para usar otra palabra de moda en el diccionario oficial. Es un lenguaje que, de alguna forma, parece autorizar y hasta legitimar desde el poder cierto salvajismo en la interacción con los otros. En ese universo simbólico es natural, y está bien visto, que no se proponga una discusión ni un debate, mucho menos un diálogo, sino que se insulte, se ridiculice y se mande “a cagar” a aquel con el que se tengan diferencias. Y que eso no lo haga un simple militante desaforado sino un destacado representante del sistema institucional.
Distintas formas de microviolencia tienen una relación directa con la ruptura del diálogo y el desprecio por la conversación. Hay que prestar atención, en ese punto, a lo que dice en su último libro el filósofo israelí Yuval Harari: “Las democracias mueren no solo cuando la gente carece de la libertad de hablar, sino también cuando la gente no quiere o no puede escuchar”. Y nos advierte que “hoy, el hecho de que la gente sea incapaz de escuchar y respetar a sus rivales políticos está poniendo en riesgo la conversación democrática en muchos países”. Es un apunte global, pero bien podría leerse como un mensaje para la Argentina, donde luce cada vez más encogida la vocación para aceptar la crítica, los reparos y las dudas.
La falta de diálogo y de escucha parece permear desde la política hacia todos los estamentos de la sociedad. Se crean burbujas de fanatismo y se naturaliza un código en el que la simple discrepancia es motivo de descalificación y atropello. La duda es vista como un rasgo de debilidad; los matices, como un prurito de “los que no se la juegan”. Cada vez hay más grupos convencidos de ser los dueños de la razón, y cada vez es más fácil encontrar “masa crítica” para reafirmarse en las propias posiciones. Las redes ofrecen cámaras de eco y permiten encapsularse en aquellos circuitos que refrendan el pensamiento de cada uno. Se exacerba así la impaciencia con el otro, que, si piensa o actúa distinto, necesariamente tiene que estar equivocado. Eso ocurre en una sociedad cada vez más fragmentada, donde la diversidad y el pluralismo se ven arrinconados.
Todo parece conectarse, además, con un espíritu rupturista, en el que subyace una reivindicación de la acción directa. El procedimiento, la negociación, el diálogo, son todas herramientas del “sistema”. Por lo tanto, generan desconfianza y está bien visto combatirlas. De allí, el camino a la brutalidad y al exceso puede resultar demasiado corto.
Uno de los grandes logros del actual gobierno, junto a la drástica baja de la inflación y a la estabilidad macroeconómica, es haber repuesto la vigencia de la norma en la vía pública, donde prácticamente han desaparecido los piquetes. No solo ha funcionado con eficacia un protocolo de seguridad, sino que además se ha desmantelado una telaraña de extorsiones que obligaba a beneficiarios de planes sociales a participar de las marchas y los bloqueos a la libre circulación. Es un progreso fundamental, precisamente en el plano de la convivencia y de una atmósfera civilizada. Pero, así como se ha atenuado la extorsión callejera, se intensificaron los “piquetes digitales”, las emboscadas en las redes y los patoteos virtuales.
Activistas del oficialismo se jactan de utilizar el celular como un arma. De hecho, dijeron que se referían precisamente a los teléfonos cuando se definieron a sí mismos como el “brazo armado” del Presidente. ¿Significa que ese dispositivo puede ser usado para condicionar, amedrentar, acorralar o herir a otros? Empuñado con esos propósitos, el celular puede ser, efectivamente, un arma tan dañina como peligrosa. Es el equivalente al palo y la capucha del piquete tradicional, porque puede lastimar y ampararse en el anonimato. ¿No retrocede y se debilita la convivencia en el hostigamiento y el bullying digital? El miedo a ser “linchado” en las redes lleva a muchos actores valiosos a replegarse de la escena pública.
Si se mira con detenimiento el video con el que un testigo registró el ataque incalificable en el club de golf de Pinamar se escuchará un mensaje simple, pero a la vez esencial para los tiempos que corren: “¡No pueden estar ahí!”, vocifera uno de los agresores. “Pero eso no te da derecho a pegarle con un palo”, replica, para sí mismo, un hombre que filma la escena. En ese “pero” reside la clave de una sociedad civilizada. El otro puede estar equivocado, “pero” eso no te da derecho a insultarlo, a agredirlo ni a hostigarlo por las redes. Frente a los desacuerdos, existe el diálogo; frente a los conflictos, el procedimiento. Saltarnos una u otra cosa es apelar al atajo y al abuso. Si reconocemos esa barrera elemental, avanzaremos en otro de los grandes desafíos que tiene la Argentina y del que, sin embargo, hablamos poco: recuperar la calidad de la convivencia. ¿Podremos hacerlo antes de que sea demasiado tarde?
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